Caminas por la entrada con ligereza, y te burlas en voz baja de los automovilistas que tocan bocina, impacientes por el tráfico. Por suerte, tú no tienes esos problemitas…
Te detienes. Sabes que nunca se te dieron bien los temas del amor. Miras la puerta como si fuese el objeto más fascinante del universo y mantienes tu mano suspendida a milímetros de la madera. No quieres llamar.
Suspiras y te consuelas: siempre haces lo imposible para que las relaciones no terminen mal, la culpa es siempre de ellos. Te permites una sonrisa y tocas el timbre, no pasan más que segundos y la puerta se abre. En el interior de la casa, radiante, te espera él. Te invita a pasar y no te haces rogar.
Romántico… piensas cuando la mesa te da la bienvenida, adornada con una vela que centellea juguetona. Cursi, cambias de opinión cuando descubres pétalos de rosa en el plato, demasiado cursi…
Él se adelanta a tu andar vacilante y corre la silla. Te ofrece una copa y aceptas, aunque no reconoces tu voz; lo que sí conoces son los síntomas. El aturdimiento es el primer paso, ya llegaría el resto.
Recibes el vino que te alcanza y lo hueles, deseosa de abstraerte de ese aroma que te vuelve loca, pero el alcohol te asquea terriblemente. Perfecto: arcadas, segunda fase. Te llevas la copa a tus labios temblorosos aunque no dejas que el desagradable líquido entre a tu boca.
Escuchas que hace una broma, mas no te causa gracia. Sientes que la tercera etapa se acerca. Dudas, quieres alejarte y marcharte. Él te detiene en el momento exacto en que alcanzas la puerta. Tu cabeza se llena del aroma de su piel y el perfume que lleva no hace más que enloquecerte. Te volteas y malinterpreta tu postura. Extiende su mano y acaricia tu mejilla, sientes que se estremece. No es raro, tu temperatura habitual es de 15ºC . Le sonríes aunque no comprende el dilema que te aqueja.
Tomas su muñeca entre tus dedos y sientes ese aroma que te atrae… Te vence… Te transforma. Te relames y tu mirada comienza a inquietarlo. Conoces el sentimiento: una presa acorralada por el depredador más mortífero. Lo viste en películas, lo leíste en libros y, lo más importante, lo sufriste en carne propia. Sin embargo, ahora tu papel es el del depredador.
Acaba en segundos y sabes que no tiene salvación. El veneno se internó en sus venas al tiempo que tus labios se cubrieron de su sangre. Es fácil adivinar que no sobrevivirá, pero decides darle el beneficio de la duda. Sigues con la mirada el avance de la ponzoña, puedes ver cómo toma cada célula y la destruye. Es efectivo… Y mortal. Sólo para aquellos que completan ese pacto de venta del alma significa la eternidad, al contrario de los cobardes que se dejan llevar por el dolor y acaban muertos como ratas.
Por tu mente desfilan decenas de cuerpos en iguales condiciones. Aquel que vivía cerca de tu casa, ese otro que conociste en un curso, el que te acompañó en uno de tus viajes… En fin, tantos y diversos. Tantos cobardes… Escuchas que los latidos se aceleran, demasiado incluso para un vampiro, y reconoces ese último instante: la Parca ha decidido llevárselo. Te levantas de la silla adonde habías decidido sentarte y buscas la puerta con la rapidez que tus pies te permiten. Sales sin preámbulos ni remordimientos y, de un fuerte portazo, cierras esa escena de tu vida. La violencia del golpe tambalea la romántica vela y la llama acaricia la mesa con rapidez y eficiencia. No quedarán más que cenizas de aquel último frustrado intento…
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